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Sólo las
gaviotas parecían conocer y ser capaces de dominar el amplio espacio que se
abría entre el mar, ahora en plena bajamar, y el imponente acantilado rocoso,
de más de cuarenta metros de altura; una franja de arena fina y rubia, húmeda y
lisa, que en unas horas volvería a desaparecer. Las olas eran altas y golpeaban
violentamente la frontera entre la tierra y el mar, el Atlántico, en aquella
tierra de nadie que diariamente se disputaban agua, sol y viento.
Enrique había
llegado allí casi de pura casualidad, en plena escapada con Vega, recorriendo
la costa al sur de Lisboa con sólo una tienda de campaña y un saco de dormir en
el maletero, de camping en camping, sin mapa ni plano de carreteras, improvisando.
Habían dejado el coche en lo alto del acantilado, al final de un camino de
arena, tal vez veinte o treinta kilómetros al sur de Porto Covo, y habían
caminado hasta encontrar un sendero que bajaba a la playa entre las rocas.
Una
vez en la orilla, habían seguido caminando al sur durante unos minutos, sin
calcular cuántos. Atravesaron una zona donde el acantilado caía más suavemente
hacía el mar, y decidieron quedarse allí, protegidos por las rocas. Dejaron la
mochila con una toalla, un par de bocadillos y de botellas de cerveza, y se
desnudaron. Corrieron hacia el mar, persiguiéndose, escapándose y dejándose
atrapar alternativamente, lanzándose el uno al otro contra los muros de agua de
las olas, cada vez mayores, convencidos de ser únicamente observados por las
gaviotas. Cansados, aturdidos por los golpes de las olas, volvieron a la arena
y se tumbaron. El sol, que les golpeaba y les llegaba a través de un aire
liviano, húmedo y salado, creaba un contraste en la piel de Vega entre la
palidez de la epidermis y la oscuridad de los numerosos lunares que la
recorrían. Cansado, y después de beber una de las botellas de cerveza, Enrique
se dejó ir al sol, durmiéndose con el brazo de Vega sobre su pecho, con las
piernas entrelazadas.
Un graznido de
gaviota y una cierta presión sobre su cuerpo le trajeron de nuevo a la
consciencia. El sol seguía siendo cálido, el aire húmedo y salado, las olas
seguían rugiendo, aún sin recuperar la tierra perdida frente al acantilado.
Abrió los ojos, y se encontró sobre su cara los pechos picudos de Vega,
moviéndose, oscilando, como lo hacía todo el cuerpo de ella sobre el suyo.
Inmediatamente acogió los pechos y acompasó su cuerpo al de ella, completamente
absorto. Al rato, ella se dejó caer, riéndose, sobre él, tapándole la cara con
el pelo rojizo. Él apartó el pelo de la cara y giró la cabeza hacia el
acantilado.
Allí, entre las rocas, encontró dos ojos oscuros y redondos bajo
una mata de pelo negra revuelta que les miraban. Apenas tendría ocho o nueve
años, y no sabía si quedarse quieto o huir de la escena que no comprendía, un
muchacho con la piel morena de quien ha pasado todos los días bajo este sol,
delgado y espigado, permanecía como congelado. “¡Eh, chaval! ¿Qué pasa?”.
Enrique alzó el brazo, y comenzó a girar para dejar el cuerpo de Vega en la
arena y taparlo con la toalla. Cuando volvió la vista, la mata de pelo saltaba
entre las rocas, huyendo sin mirar atrás, corriendo como alma que lleva el
diablo.
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