(relato publicado por entregas)

jueves, 21 de junio de 2012

V


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“Desde la proa de un barco que se aproxime a La Valleta con una luz de atardecer de verano, puede parecer al observador que el puerto está protegido por dos grandes brazos laterales, que, una vez sorteados, se abren a un nuevo espacio que permaneciera imposible de discernir desde fuera, un espacio acogedor, con recovecos, y que guarda en el centro, como una pepita de oro, un pequeño tesoro que al llegar, al recorrerlo, estimula las terminaciones nerviosas que nos recorren la espalda hasta el hipotálamo, poniendo en funcionamiento los protocolos y los mecanismos más básicos asociados al disfrute, a la experimentación de sensaciones que permanecen ocultas y a las que solo se puede llegar a través de esa pequeña pieza central, esa pequeña pepita escondida y protegida que es la propia ciudad vieja de La Valleta, que  invita a recorrer todos los rincones del mencionado espacio interior, buscando las sensaciones y disfrutes más primarios, más complejos.”

Eso había escrito Eva, en su diario, mientras observaba el atardecer desde la popa de un barco, que se alejaba del puerto de La Valleta, tras permanecer allí durante tres semanas, supuestamente perfeccionando su inglés.

“Como una vulva ¿no?” comentó Corinne, la compañera francesa con la que había compartido curso de inmersión lingüística y habitación durante las tres semanas en La Valleta. Corinne bebía a tragos cortos una cerveza, con los pies levantados y apoyados en la barandilla del barco, un crucero que habían contratado para aprovechar la vuelta de Malta a Valencia, visitando Messina, Córcega y Cerdeña, y cerrar así un buen mes de vacaciones.

“Si algo parecido. Pero tu lo sabrás mejor, ¿no?” Respondió Eva, sin mirar a su amiga. “Bueno, yo y otros cinco o seis europeos elegidos al azar. Eso si es que me lo has contado todo.” Respondíó Corinne, que sí la miraba, con una media sonrisa cómplice, que le marcaba solo uno de los hoyuelos que le salían al sonreír.

“No te preocupes, cinco europeos elegidos al azar. Te lo he contado todo. Cinco europeos elegidos al azar, a los que has conocido y los que te han invitado a desayunar; y una linda francesita medio valenciana, que no tiene vergüenza y que espero que mantenga la boquita cerrada y sea discreta” contestó Eva, esta vez si mirándola a los ojos, y soltando la pluma con la que escribía en el diario para coger la mano de su amiga y entrelazar los dedos. Ambas sonreían ahora abiertamente, con los ojos escondidos tras las amplias gafas de sol, tumbadas en las hamacas y vestidas solo con un bikini de colores llamativos.

“No te preocupes, que esta petit-chienne sabe cuándo y dónde tiene que cerrar la boca” dijo Corinne, al tiempo que se ponía de pie de un salto, terminaba la cerveza de un trago y levantaba a su amiga, tirando de la mano. “¡Venga, vamos a la piscina!” gritó. Y se levantaron corriendo entre bromas, y los pocos pasajeros que compartían la terraza de popa del crucero no pudieron dejar de mirar a las jóvenes, que apenas sobrepasaban los veinte años, que se alejaban corriendo de la mano hacia la piscina, entre bromas y risas.

lunes, 18 de junio de 2012

IV


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Eva se despertó, si es que se podía decir que había conseguido dormirse por completo, contagiada por lo viscoso y pegajoso del aire. Tenía la sensación de estar sobre un colchón que flotara sobre un mar de agua caldosa, que transpirase la humedad hasta las sábanas, y de ahí a su cuerpo, pero sabía que era al revés, que era su cuerpo el que había estado sudando toda la noche, el que había encharcado las sábanas e incluso el colchón. Intentó hacerse una idea de qué hora sería, pero era difícil, sin relojes, despertadores ni móviles al alcance la mano. 

Miró por la ventana, intentando identificar algún rastro de la claridad de un día por romper, pero la luna llena, la tremenda luna llena que parecía iluminarlo todo como un sol frío impedía apreciar cualquier atisbo de amanecer. Se levantó de la cama y recorrió los dos o tres pasos que la separaban de la puerta del cuarto de baño y entró allí, sin encender la luz. Se duchó rápidamente con agua fría, para quitarse el sudor del cuerpo, para asearse, y apenas se secó con una toalla que dejó caer sin mirar en el suelo del baño y salió. En la esquina de la habitación, de la única estancia que daba forma al estudio, junto al ventanal que daba salida a la terraza, en una pequeña mesa, quedaban los restos de las copas que habían tomado anoche después de cenar. Le parecía que había pasado una eternidad desde que se sirvió la última copa de ron blanco con un poco de limón exprimido y un par de hojas de hierbabuena, pero es que el tiempo parecía esta noche tan viscoso como el aire. Se preparó otra copa, sacando el hielo de la pequeña neverita que ocupaba otra esquina de la habitación y con ella en la mano salió a la terraza. 

Al salir, de pie, alta como era ella, observó a su pareja intentando dormir en la cama. Enrique estaba tirado, con brazos y piernas estiradas, con la boca abierta, como intentando llegar a sentir y apresar hasta la menor pizca posible de aire en movimiento, la ración mínima de frescor que rompiese el bochorno de la primera noche plena de verano, que acompañada del viento de interior, terral le llamaban aquí, parecía imposibilitar incluso la supervivencia.

“¿Cuándo decidimos venir aquí?” pensaba, “¿A quién se le ocurrió la idea?”, “¿Para qué?”. Se le ocurrió a él, a Enrique, hace dos o tres semanas, recuperando una idea que ella había dejado caer unos meses atrás. Le habían hablado muy bien del pueblecito, un pequeño pueblo tendido hacia el mar desde una colina, siguiendo una rambla, seca desde hace años, con un puerto en el que al parecer, había una taberna, “La Dolores”, en la que se podía comer un buen pescado bien fresco, y, según una compañera de la oficina, los mejores calamares y jibias del mediterráneo. ¿Para qué?, ¿por qué? Se preguntaba mientras se dejaba caer en la tumbona, con la copa en la mano, viendo una preciosa panorámica del puerto, el mar, las barcas y la luna presidiéndolo todo desde lo alto. Bueno, no había nada que perdonar, nada que celebrar, no había nada perdido que recuperar. Lo que si había era mucho estrés acumulado, muchas tensiones. Mucha rigidez. 

De vez en cuando, sorbo a sorbo, miraba por el ventanal a la cama y lo observaba. Estaba segura de que él si que tenía la sensación de que tenía que recuperar algo, reconquistar o reconstruir, la palabra da igual, algo entre ellos dos. El sentimiento de culpa. Ella era consciente de que en estos años, Enrique había sido infiel eventualmente. Es más, creía tener localizados los momentos y las personas, dos o tres veces en estos siete años. A esto era capaz de sumar un par de deslices puramente eventuales. Y a ella no le dolía, lo aceptaba. Estaba en el trato, no de forma explícita, pero si implícita, tácitamente acordado. Los dos venían ya de vuelta, ella de un matrimonio fallido. Casada joven, con veintipocos, todo iba viento en popa hasta que no supo manejar una infidelidad que hoy le parecería menos dramática, algo casi natural. Pero en su momento fue un trauma, una catarsis. Enrique, llegó a ella tras un par de largas relaciones fallidas y unos años de relativo vagabundeo emocional. Él fue claro desde el principio, “no puedes pretender que cambie mis rutinas de ocho o nueve años así, de golpe, tienes que darme tiempo”, él parecía referirse a las salidas con los amigos, los planes improvisados, el no rendir cuentas, pero ella era consciente de a qué se estaba refiriendo, posiblemente incluso sin saberlo él mismo. Pero de un tiempo a esta parte, entró en juego un nuevo factor. De las dos o tres infidelidades que tenía controladas, la última fue con una compañera de trabajo, y terminó cuando a ésta la enviaron por negocios a otro país. Y todo fue sobre ruedas. Egos masculinos bien alimentados, problemas resueltos, y el tema roto sin que nadie fuese declarado culpable. Sencillo y limpio. Hasta que ella pidió de nuevo el traslado de vuelta a la oficina con Enrique, y comenzó una campaña de caza y captura, de búsqueda y destrucción. Enrique lo solventó bien a la larga, tras un momento de conmoción, la compañera fue de nuevo desplazada, pero algo se encendió dentro de él. El sentimiento de culpa.

Seguía dando sorbos lentos al ron, mirando al horizonte, donde no se apreciaba rastro ninguno de un amanecer por venir, y el aire cálido ya había borrado cualquier sensación de frescor de la ducha, y volvía a empaparse en sudor, impregnando la tela de la tumbona, recuperando la sensación viscosa de la cama. 

Sentimiento de culpa. Daba vueltas a la idea, saboreándola como al ron, Enrique se sentía culpable, pero no por la infidelidad, si no por el daño causado, ¿a ella? ¿a Eva? No, por el daño causado a la compañera, por el desequilibrio creado en la oficina, por no saber manejar la sorpresa de la vuelta. Se sentía culpable, también, de no sentirse culpable respecto a Eva. Y Eva lo sabía. Y lo único que sentía Eva al respecto era vanidad. Todo esto gira en torno a mí. Te puedes tirar a las compañeras de trabajo que estimes necesario, puedes tener algún ligue suelto por ahí, nada importante. Pero has llegado al punto en el que sabes que debes sentirte culpable, sabes que has cometido un delito. Y yo, que soy el juez, ni te culpo ni te exculpo, no te juzgo. Y eso te descoloca. Necesitas el castigo para poder sentirte redimido. Necesitas la confesión, la penitencia, para merecer ser exculpado, para poder sentirte limpio, para poder cometer luego el mismo delito y recorrer el mismo círculo de nuevo. Eva se sintió especialmente cómoda por un momento, especialmente segura, tranquila, con dominio de la sensación, y pareció que el aire era menos denso, que la temperatura bajaba, que el sudor era menos pegajoso. 

Y disfrutó del último trago de ron. Y cerró los ojos, pensando en lo fresco que estaba aún el vaso, y comenzó a deslizarlo sobre su cuello, para refrescarse. La sensación era placentera, y continuó deslizándolo sobre su piel, primero el cuello y las mejillas, bajó y lo hizo rodar sobre los pechos, recorriendo la media circunferencia inferior, y por la línea central del abdomen, sobre el ombligo, siguiendo el rastro de un pequeño río de sudor que recorría su cuerpo, fue bajando, hasta llegar al punto donde el sudor y la oscuridad se apropian de la piel en sus dobleces, donde no llega la luz de la luna llena, donde las terminaciones nerviosas conectan directamente con el fondo del cerebro, con la parte más animal,  más reptil, donde cualquier gesto, cualquier caricia hace que inmediatamente el vello de todo el cuerpo se erice, el punto donde reside la verdadera gravedad que lo atrae todo, hacia la oscuridad.

viernes, 15 de junio de 2012

III


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El chaval corría bajo la luz de la luna, acompañado por un perro aún cachorro, con unas alpargatas de esparto que amortiguaban las pisadas. Había salido por la azotea de la casa, evitando cualquier ruido, y había recorrido los tejados de las casas de su calle sin realizar el menor ruido. Bajo la luna llena era muy fácil para él, que conocía de memoria cada rincón, cada macetero, cada alcayata del laberinto de azoteas y tejados del pueblo. A sus doce años era hábil, elástico, resistente, pero también era menudo y ligero, y lo más importante, tenía bien enseñado al perro para que no ladrara ni se entretuviese con los gatos ni las sombras que dibujaban techos, chimeneas y demás. 

Al final de la calle, bajó del tejado en el que se encontraba apoyándose en la enredadera que trepaba por la pared, saltando a un árbol cercano. Ahora que caminaba por el empedrado, en una noche luminosa como esa, era mucho más visible, y tenía que concentrarse y agacharse al pasar bajo las ventanas, saltar al pasar delante de las puertas abiertas, esquivar a los pocos transeúntes, y convertirse en otra sombra más. Atravesaba las calles del pequeño pueblo en dirección al puerto, y, según se acercaba, se le dibujaba una sonrisa al oír el golpeteo continuo de las olas, el choque de las barcazas entre sí, el graznido de las gaviotas, se animaba con el olor a salitre concentrado en todas y cada una de las paredes, maromas y cadenas que se exponían al embate del mar, que hoy se encontraba tranquilo. 

Era una noche calurosa, con viento del interior, seco, que se llevaba el olor a mar del pueblo, que no dejaba dormir y que convertía el aire en una masa inmóvil y pegajosa que se colaba por las ventanas. Las noches de terral, los gallos y las gallinas cacareaban más, los burros rebuznaban y se contestaban de parte a parte del pueblo, desde lo alto hasta el puerto, rambla abajo; los gatos se peleaban y mascullaban bufidos en los rincones más oscuros, y entre todo eso, él se deslizaba sin ser visible. 

Llegó al puerto, y de rincón en rincón, siempre buscando las sombras, rodeó la taberna que se apoyaba en una ladera de la rambla, único edificio que aún dejaba escapar luz por las ventanas, y, descolgándose por una maroma, llegó a la embarcación de su tío Pedro, hermano de su madre, una pequeña patera azul en la que solían salir a por calamares y jibias, y se tumbó a observar el cielo, a oír las olas y las gaviotas, a sentir el bamboleo de la barca (la “Carmela del mar”, como la habían bautizado) y el mar bajo su espalda. Al cabo de un rato, se incorporó, escrutando los ruidos, por si se oían los pasos de alguien por el puerto, alguien que le viese trepar por la maroma, atravesar de nuevo la explanada vacía para ganar la espalda de la taberna, trepar por la ladera, él ya sabía cómo, para subir a la azotea, al techo plano del pequeño edificio que cerraba el puerto hacia levante, hacia la ladera más escarpada de la rambla. Allí arriba tenía que extremar el cuidado, pues en la taberna oirían cualquier ruido que hiciera. 

El techo plano, a parte de proporcionarle una panorámica del pueblo desparramándose colina abajo hacia el mar, siguiendo el curso de la rambla, le proporcionaba otras vistas más interesantes, ya que a través de dos claraboyas podía observar el interior de la taberna sin ser visto, siempre que fuera capaz de desplazarse sin hacer ruido. Más de una vez creyó ser descubierto y tuvo que huir corriendo sin mirar atrás hasta su calle, trepar al tejado por el árbol y la enredadera, recorrer los tejados casi sin respiración y entrar por la ventana y meterse en la cama, para pasarse la noche rezando para que, al día siguiente, no le recibiesen con un a bronca y una paliza cuando fuese al puerto a echarle una mano a su tío, el pescador de calamares y jibias. Reptando por el tejado, llegó a la primera de las claraboyas y lentamente, sin dejarse llevar por la impaciencia, se asomó. 

La taberna era bien sencilla, en la fachada, dos ventanas amplias y la puerta centrada, habitualmente un par de mesas con sus sillas se ponían fuera, en la explanada que da al puerto. En el interior, cuatro mesas pequeñas, con sillas desparejadas, y en un lateral una mesa algo mayor, para 8 comensales, pegada a la pared. Enfrentada a la puerta una barra y detrás, unos estantes con las botellas. En la pared de la derecha, un calendario colgado, una foto con la alineación del Madrid que venció al Stade de Reims en el Parque de los Príncipes y un botijo colgado de una alcayata. Muchas noches, alguien sacaba una guitarra y empezaba el jaleo. 

Otras noches, tal y como esta misma noche, si estaban Antonio el de la Parra y Juan de la Filo, se retiraba una de las mesas pequeñas y se sentaban en una esquina, justo a la derecha de la puerta, Antonio con la guitarra, abrazada muy cerca del cuello, con los ojos bajos, concentrado, y Juan solemne, en la silla, con las piernas abiertas y siguiendo el compás con la mano izquierda sobre la pierna, y con la palma de la derecha abierta, como explicándose. Los dos eran ya bien mayores, rondando los cincuenta años o más, y llevaban siempre la camisa bien abrochada, hasta el cuello, por muy raída que estuviera, por muy calurosa que fuera la noche. Solo bebían unos chatos de vino y nunca hacían caso de las canciones que les pedían. Juan, el de la Filo, daba una impresión más sombría, apenas hablaba entre cante y cante. 

Al chaval le ensimismaba ver como un hombre hecho y derecho, recio, con las manos bien encallecidas, podía ponerse completamente colorao cuando se rompía en mitad de un cante, alargando un quejío, una vocal que sube y baja al compás de la mano izquierda sobre el muslo y siguiendo los arabescos de la mano derecha, que, abierta, parecía explicar de dónde salía ese dolor tan serio, tan conspicuo, tan profundo. A veces, cuando se rompía del tó, Antonio dejaba callar la guitarra y levantaba la cabeza mirando a su compañero, asintiendo rítmicamente, frunciendo el ceño. Y cuando a Juan se el acababa el aire, y eso pasaba pocas veces, y bajaba la mano derecha, dejando la mano izquierda muerta sobre la pierna, con la cabeza gacha, la cara completamente congestionada, se hacía el silencio, y las caras de los habituales era de expectación, con las cejas levantadas, la boca ligeramente abierta y el gesto tenso; entonces, Antonio arrancaba a tocar la guitarra, paseando los dedos por todo el mástil de la guitarra, recorriendo todos los trastes, siguiendo líneas que solo él veía, arrebolando melodías, para terminar cerrando con tres rasgueos profundos y sentenciosos. Siempre alguien soltaba un “¡ole ahí la madre que te parió, Antonio!” mientras los demás vaciaban los chatos de vino. 

Algunas noches la cosa duraba más, otras menos, dependiendo de Antonio, de Juan, o de la Dolores, la tabernera, que no dejaba que la llamasen Lola, y que a veces ponía fin a la noche por que “ya está bien, que no son horas, que un día en el pueblo se enfadan, y me queman la taberna por no dejarles dormir, y a ver qué hago yo sola en el mundo sin la taberna”. Lola era medianamente joven, vete tú a saber si de unos veintimuchos o treintaypocos, soltera, y llevaba ella sola la taberna desde que unos siete y ocho años atrás el mar se llevó a su marido, Paco, y a su padre, el Tabernas, dejándola sola con el negocio. 

Otras noches la cosa terminaba cuando llegaba el guardia civil, con su uniforme y su bigote bien espeso. No es que la única autoridad del pueblo fuese restrictiva con la gente y su diversión (el pueblo era pequeño, no contaba ni con alcalde ni alguacil), simplemente su presencia hacía de disolvente, y terminaba por convencer a la gente de que ya era hora. Siempre entraba y se acodaba en la barra, en una esquina, lejos de la jarana, y bebía una copa de brandy escuchando sin prestar atención el cante de Juan. Cuando terminaba la canción, se incorporaba, a veces ni hablaba, sólo carraspeaba y estiraba las piernas, y los parroquianos apuraban los vasos e iban desfilando por la barra pagando los vinos, y tras despedirse, marchaban despacio y en silencio cada uno a su casa y a sus cosas. Antonio y Juan eran de los primeros en marchar, pues nunca les dejaban pagar y nunca se despedían del guardia civil, apenas le miraban al salir. 

El chico seguía observando mientras los parroquianos salían de la taberna, apretando el cuerpo al techo,  pues ahora corría el riesgo de ser visto desde cualquier punto del pueblo. Pasados unos minutos, Dolores recogía todo aquello y pasaba el trapo por las mesas, organizaba las sillas, y, mientras, el guardia terminaba su copa, “bueno, voy a echar un pitillo” decía él, o alguna frase similar, y salía ladeando la cabeza mientras encendía un cigarro recién liado. Mientras fumaba, el guardia daba siempre un corto paseo, recorriendo cadenciosamente la explanada del puerto y las calles aledañas, como comprobando que todo está en paz, que la gente duerme tranquila, que nadie tiene ningún problema, que nadie observa. Y entonces comenzaba la parte más delicada de la noche para el chaval. 

Observaba al guardia en su rutinaria ronda, y como si de una coreografía se tratara, esperaba que se perdiera por una de las calles laterales, para bajar del techo de la taberna, sigilosamente, y correr entre las sombras a esconderse detrás de los toneles abandonados que llevaban años apoyados en la ladera de la rambla, a escasos metros de la taberna. Allí podía permanecer agazapado, acariciando al perro, que había vuelto de vagar por ahí desde que se tumbó en la patera de su tío (una vez lo llevó a la barquichuela, bajando por la maroma con el cachorro, entonces más pequeño, abrazado al pecho, pero al perro no le gustó la sensación de movimiento del mar e intentó huir, cayendo ambos al agua; ese día se montó un buen lío, y al llegar a casa lo recibió la correa del pantalón) esperando y observando. Desde allí podía ver la explanada del puerto, la entrada a la taberna no, le quedaba algo  oculta, pero si podía observar la ventana de la habitación de la Dolores, que entraba después de recoger la taberna, y, a media luz y con la ventana abierta, comenzaba a desnudarse.

Era una mujer muy morena, de pelo negro azabache, largo y rizado, de cuerpo contundente pero redondeado, con unos grandes ojos bien negros y bien redondos. Y siempre, o casi siempre, todas las noches, o casi todas las noches, ocurría lo mismo. Cuando estaba a medio desnudar, sólo con la ropa interior, se acercaba a la ventana, sin asomarse y silbaba una cancioncilla. Y desde los toneles, el chaval la podía ver, recogiéndose el pelo y sonriendo al escuchar primero los pasos del guardia por la explanada y luego la puerta abrirse y cerrarse. En un momento, el chaval podía verlos abrazarse, besarse, y luego separarse. Entonces el guardia dejaba la pistola y el tricornio en una cómoda, fuera de la vista del chaval, y comenzaba a desnudarse parsimoniosamente, prenda a prenda, dejándolas con cuidado en una butaca de mimbre. “Hay que ver, parece que estés escribiendo un informe de esos, poniendo una multa o algo, que poco entusiasmo. ¿Qué no te alegras de verme, Lorenzo? ¡Ay ven pa acá, jodío!” y se abalanzaba sobre él. Lorenzo, el guardia, respondía esquivo, “Niña, guarda las composturas, que no me gustas las chorraícas estas”. Cuando se quedaba en calzones, se levantaba y abría los brazos, y ella siempre lo abrazaba y lo arrastraba a la cama. 

Muchas veces el chaval se quedaba ahí, concentrado en escucharlo todo, las quejas, los gemidos de ella, los bramidos de él, las frases sueltas después como “el día que esto se sepa, nos la lían en el pueblo” o “este pueblo de mansos no levantan ni un deo contra la autoridad, y si no mira los rojos esos del flamenco, corderitos son”, escondido entre los toneles. Otros días, se acercaba sigilosamente y asomaba, desde lejos la cabeza por la ventana, y miraba. Miraba como retozaban los dos cuerpos sobre la cama, y le gustaba sobre todo cuando era ella la que se ponía encima y ondeaba su cuerpo sobre el de él. Esas veces, cuando ella estaba encima, ella gemía más y el bramaba menos, y además podía ver los pechos moverse, grandes y contundentes al ritmo de las caderas, arriba y abajo, con los oscuros pezones, grandes, subiendo y bajando. 

Lo que hacía siempre era bajar la mano hasta la bragueta y acompañar los movimientos del cuerpo de la Dolores con los de su mano, acompañando los gemidos de ella con su propia respiración, esforzándose por ahogar sus propios gemidos. Esta noche se sentía valiente, y había abandonado la seguridad de los toneles para acercarse a la ventana, quería verla mejor. Y la luna llena de verdad hacía que la viese mejor, casi al detalle, mientras bailaba sobre el guardia, en la cama, cerca de la ventana. Los gemidos hoy eran especialmente profundos y sentidos y el muchacho tuvo que esforzarse en contener los suyos, pero algo debió escaparse, algún bufido o resoplido, pues en mitad de los contoneos ella giró la mirada hacia la ventana y vio al chaval, allí, en mitad de la nada, con la mano en la bragueta, a la luz de la luna, petrificado. Ella aminoró la velocidad, y cambió en un instante, una primera expresión de sorpresa por una sonrisa cómplice, cada vez más abierta, mientras poco a poco recuperaba el ritmo de bamboleo, mientras comenzaba a acariciarse los pechos, siempre sin dejar de mirar al chaval. 

El hechizo se rompió con el bramido de Lorenzo, “¿qué pasa? ¿que miras tanto por la ventana? ¿hay alguien ahí?”. Al escuchar la voz gutural del guardia, la Dolores cambió el gesto y volvió la mirada hacia el mostacho que ahora intentaba incorporarse. “No, na, que la luna está muy bonita hoy, to llena”. El chaval reaccionó como si de repente una estatua cobrase vida y comenzó a correr, como alma que persigue el diablo, sin guardar cuidado del ruido, calle arriba, mientras escuchaba los bramidos del guardia, sin entender ni una palabra, salir por la ventana de la habitación hacia la explanada.

martes, 12 de junio de 2012

II


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Sólo las gaviotas parecían conocer y ser capaces de dominar el amplio espacio que se abría entre el mar, ahora en plena bajamar, y el imponente acantilado rocoso, de más de cuarenta metros de altura; una franja de arena fina y rubia, húmeda y lisa, que en unas horas volvería a desaparecer. Las olas eran altas y golpeaban violentamente la frontera entre la tierra y el mar, el Atlántico, en aquella tierra de nadie que diariamente se disputaban agua, sol y viento. 

Enrique había llegado allí casi de pura casualidad, en plena escapada con Vega, recorriendo la costa al sur de Lisboa con sólo una tienda de campaña y un saco de dormir en el maletero, de camping en camping, sin mapa ni plano de carreteras, improvisando. Habían dejado el coche en lo alto del acantilado, al final de un camino de arena, tal vez veinte o treinta kilómetros al sur de Porto Covo, y habían caminado hasta encontrar un sendero que bajaba a la playa entre las rocas. 

Una vez en la orilla, habían seguido caminando al sur durante unos minutos, sin calcular cuántos. Atravesaron una zona donde el acantilado caía más suavemente hacía el mar, y decidieron quedarse allí, protegidos por las rocas. Dejaron la mochila con una toalla, un par de bocadillos y de botellas de cerveza, y se desnudaron. Corrieron hacia el mar, persiguiéndose, escapándose y dejándose atrapar alternativamente, lanzándose el uno al otro contra los muros de agua de las olas, cada vez mayores, convencidos de ser únicamente observados por las gaviotas. Cansados, aturdidos por los golpes de las olas, volvieron a la arena y se tumbaron. El sol, que les golpeaba y les llegaba a través de un aire liviano, húmedo y salado, creaba un contraste en la piel de Vega entre la palidez de la epidermis y la oscuridad de los numerosos lunares que la recorrían. Cansado, y después de beber una de las botellas de cerveza, Enrique se dejó ir al sol, durmiéndose con el brazo de Vega sobre su pecho, con las piernas entrelazadas.

Un graznido de gaviota y una cierta presión sobre su cuerpo le trajeron de nuevo a la consciencia. El sol seguía siendo cálido, el aire húmedo y salado, las olas seguían rugiendo, aún sin recuperar la tierra perdida frente al acantilado. Abrió los ojos, y se encontró sobre su cara los pechos picudos de Vega, moviéndose, oscilando, como lo hacía todo el cuerpo de ella sobre el suyo. Inmediatamente acogió los pechos y acompasó su cuerpo al de ella, completamente absorto. Al rato, ella se dejó caer, riéndose, sobre él, tapándole la cara con el pelo rojizo. Él apartó el pelo de la cara y giró la cabeza hacia el acantilado. 

Allí, entre las rocas, encontró dos ojos oscuros y redondos bajo una mata de pelo negra revuelta que les miraban. Apenas tendría ocho o nueve años, y no sabía si quedarse quieto o huir de la escena que no comprendía, un muchacho con la piel morena de quien ha pasado todos los días bajo este sol, delgado y espigado, permanecía como congelado. “¡Eh, chaval! ¿Qué pasa?”. Enrique alzó el brazo, y comenzó a girar para dejar el cuerpo de Vega en la arena y taparlo con la toalla. Cuando volvió la vista, la mata de pelo saltaba entre las rocas, huyendo sin mirar atrás, corriendo como alma que lleva el diablo.

sábado, 9 de junio de 2012

I


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Avanzaba la noche y Enrique seguía sin pegar ojo, dando vueltas y vueltas en la cama, revolviendo las sábanas, intentando no despertarla. Era una de las primeras noches verdaderamente calurosas del verano, y el aire permanecía estanco, inmóvil, usado una y mil veces, adquiriendo un peso, una densidad, una presencia espesa y pegajosa que parecía contagiar a todos los objetos de la habitación de la misma pesadez y la misma naturaleza viscosa. La luna llena iluminaba la pequeña estancia que componía el estudio, dando a la situación un carácter irreal. Enrique parecía flotar en un sueño desasogante, un duermevela inerte y enfermo. Ya conocía la sensación. Todos los años cuando  llegaba el verano, lo hacía acompañado de un insomnio, algo así como un período de aclimatación de una semana. Eva dormía a su lado, intranquila pero inmóvil, con pequeños movimientos reflejos, pequeñas sacudidas nerviosas que sacudían su cuerpo cada cierto tiempo, síntomas de que el calor y la espesura del aire no le dejaban profundizar en el sueño. 

Harto de mirar el techo, se giró hacia ella, dejando el espacio central de la cama vacío. La sábana estaba revuelta a los pies, pues con el calor sobraba hasta la piel para dormir. La observó bajo la especial iluminación de esta luna irreal que entraba en la habitación. Fijó los ojos en la cruz que se forma justo donde la columna vertebral cruza la horizontal de los hombros y la clavícula, observando cómo las inusuales sombras de las protuberantes vértebras creaban unos relieves diferentes en un cuerpo que creía conocer al detalle. El pelo caía, húmedo por el sudor sobre la almohada y dejaba la espalda completamente visible. Recorrió con la mirada la extraña cordillera que formaba la columna de Eva, en dirección sur, intentado reconocer el cuerpo, explorar con la mirada el nuevo territorio, las nuevas llanuras y colinas que la luna dibujaba en ella, hasta llegar al valle profundo que se formaba entre las nalgas. No solo las sombras elaboraban volúmenes inesperados, sino que la misma coloración y textura de la piel parecían diferentes, los lunares se confundían con pozos, y las arrugas con ríos, los pliegues de la piel con fallas, y allí donde hacían frontera con el azul negruzco de la sábana bajera, se creaban fiordos y cabos incircunnavegados. 

Al llegar al profundo cañón que aparecía entre las nalgas, un cierto vértigo le atrajo hacia esa oscura profundidad, única porción del cuerpo de Eva que permanecía en absoluta oscuridad y que ejercía de polo gravitatorio. Enrique acercó los dedos al contorno del cuerpo y fue de nuevo reconociendo la espalda, de norte a sur, de nuca columna abajo, como un explorador que, estudiado los mapas, sintiese la irresistible necesidad de recorrer en primera persona esos territorios, de apropiarse de ellos, de clavar el pie en ellos como quien al penetrar, los posee, como lleva miles de años apropiándose el hombre de la tierra, clavando en ella representaciones de su fuerza, proyecciones de su yo, desde los primeros bastos menhires hasta los megalómanos rascacielos, erectas reafirmaciones y compensaciones para un ego eternamente inseguro. Igual que el explorador que a cada paso reconoce el terreno y redescubre la tridimensionalidad de aquello que ha estudiado en la representación plana del mapa, recorrió la espalda pasando las yemas de los dedos por cada pequeño elemento del relieve de la espalda de Eva, siempre en sentido sur, hasta llegar al profundo valle oscuro que seguía llamándole. 

El aire se hacía más y más pesado, o eso le parecía a Enrique, pues a cada momento, más aire le pedían sus pulmones y más trabajo le costaba inhalarlo. Comenzó a notar cómo el aire viscoso se le pegaba a la piel y parecía abrazarle, abrasándole. En cambio, la piel de Eva reaccionaba erizando cada vello, contrayéndose, como si de repente el aire a su alrededor hubiera sufrido una drástica congelación. Pasó la mano, conducida por los dedos exploradores por la cintura, dispuesto a explorar aquella cara oscura, aquella cara oculta a la luna. Ahora era un ciego que, palpando, reconocía la naturaleza del objeto, sintiendo su superficie. 

Recorrió la planicie del vientre, saltando sobre el ombligo, llegó a los valles de los intersticios intercostales, subió por hasta acercarse al cuello, recorriendo el hueso curvo de la clavícula y la cavidad supraesternal, donde permanecía retenido un pequeño estanque de sudor. Eva se revolvió, apenas otro movimiento reflejo que recorrió la espalda, desde los omóplatos hasta la cadera, pero no parecía despertar. Enrique esperó unos segundos, atento a la respiración pesada de su compañera, a sus párpados, a todos los músculos y tendones que se apreciaban a través de la piel, sin observar más reacción que el vello erizado. Su cuerpo y el de Eva habían acercado sus posiciones, como si el centro gravitatorio del valle oscuro hubiera ido creciendo en potencia, y tras atraer sus dedos, ahora atrajera toda la masa de su cuerpo. Casi sin darse cuenta, su piel comenzó a tocar la piel de ella, sus piernas se acoplaron con las de ella, rodilla tras rodilla, y comenzó a abrazarla, a besarla en la nuca, a penetrar en aquella oscuridad. El aire parecía oponer resistencia entre los dos cuerpos, parecía lento al abandonar el espacio que los cuerpos reclamaban, y resbalaba como si un líquido oleaginoso se hubiera derramado.

Poco tiempo después, si bien el tiempo parecía no poder ser medido en aquella noche, pues la falta total de referencias, la luz innatural de la luna llena, la solidez ardiente del aire, hacía imposible a ningún hombre consciente concentrarse en el paso de segundo y minutos; volvía a encontrarse tumbado boca arriba en la cama, ya liberado de la atracción telúrica de los valles y las cordilleras del cuerpo de Eva, separado de ella, desnudo, y de nuevo mirando los efectos de la luna en el techo en penumbra. Poco a poco la respiración se calmaba y volvía a percibir la noche y la habitación que le rodeaban. Se giró dando la espalda a la masa oscura que ahora era el cuerpo de Eva, hacía el ventanal que permanecía abierto, con la esperanza de conseguir invitar al poco aire que pudiera moverse en la noche. 

A través de la ventana, junto a la luz lunar, Enrique percibió unos sonidos que  hasta ahora le habían pasado inadvertidos. Las olas golpeaban, suave y rítmicamente  los brazos del puerto, el mar balanceaba los pequeños barcos, haciendo tintinear suavemente los aparejos, y, de vez en cuando, graznaba alguna gaviota.

lunes, 4 de junio de 2012

Soneto XII – Cien sonetos de amor, Pablo Neruda.



"Plena mujer, manzana carnal, luna caliente,
espeso aroma de algas, lodo y luz machacados,
qué oscura claridad se abre entre tus columnas?
Qué antigua noche el hombre toca con sus sentidos?

Ay, amar es un viaje con agua y con estrellas,
con aire ahogado y bruscas tempestades de harina:
amar es un combate de relámpagos
y dos cuerpos por una sola miel derrotados.

Beso a beso recorro tu pequeño infinito,
tus márgenes, tus ríos, tus pueblos diminutos,
y el fuego genital transformado en delicia

corre por los delgados caminos de la sangre
hasta precipitarse como un clavel nocturno,
hasta ser y no ser sino un rayo en la sombra."